Para algunos no es un misterio que ando metida en un grupo de teatro amatéur. Se trata del Grup Escènic del Centre Catalá. Entré al grupo en el año 2008, conociendo a su nuevo director, el argentino Eduardo Gulino. A lo largo de estos cinco años, el grupo ha ido creciendo y se ha ido transformando. Pero de eso hablaré en otro momento.
Para la obra que estamos realizando, "Cuestión de Principios" de Roberto Fontanarrosa, me tocó realizar el personaje de la hija de Adalberto Castilla. Dentro de nuestro trabajo como actores, realizamos un taller de "Construcción de Personalidad del Personaje". Se trata, como bien dice su nombre, de crearle una personalidad al personaje que representamos en la obra, y tratar de acoplarnos a ella para producir credibilidad en el público al momento del "performance". Lo que se busca es crear una congruencia entre lo que piensa, siente y cómo actúa el personaje.
Para ello, se nos pidió hacer una especie de biografía de nuestros personajes, de cómo fue su vida desde un inicio hasta momentos antes de su intervención en la obra. A su vez, se pide describir cómo es la relación de nuestro personaje con aquellos con los que tenemos un contacto directo en la historia. Bueno, aquí presento yo la biografía de la hija de Adalberto Castilla.
"Nací en un hogar pequeño, pero lleno de cariño. No fui al colegio más caro, pero sí a uno público muy bueno.
Mi mamá siempre me contaba sus cosas. No me molestaba escucharla. Ella, en ocasiones, me escuchaba a mi, y me daba uno que otro consejo.
Mi papá era algo reservado, aunque nunca faltaba que me dedicara una mirada de cariño. Después de todo, yo era su niña pequeña.
Me iba bien en los estudios, aunque no era una alumna sobresaliente.
Nunca le exigí a mis padres ningún capricho. No había el capital suficiente para ello. Pero mi único capricho eran las galletas de vainilla de mamá y los abrazos de papá. A mamá no le importaba, pero papá siempre fue difícil al demostrar cariño físico, con quien fuese. Más de una vez me quedé viéndolo con cariño, dándole a entender que no tenía importancia.
Traté de no dar problemas de adolescente, pero me di cuenta que, cada vez más, mi carácter fuerte no podía evitar combatir con el de papá.
Años me había hecho obedecer sus reglas estrictas. Y años me tomó darme cuenta que, si bien algunas eran comprensibles (hay muchos jóvenes rebeldes hoy en día por falta de padre), muchas ya me parecían una exageración e intento de control absoluto por parte de él. A los diecisiéte me di cuenta que esto también era producto de jóvenes rebeldes.
No es que yo fuese rebelde como tal, pero el hecho de que alguien quisiese imponerse de tal forma sólo porque sí, no me parecía suficiente. Sí, era mi padre. Pero yo era casi una adulta. En algún momento tendría que darse cuenta que para aprender ciertas cosas, había que darse trancazos en la vida. He de confesar que, en ocasiones, me golpée la cabeza contra la pared a propósito, y traté de levantarme. Era mi forma de decirle: “Sí, me equivoqué. Sí, me dolió. ¡Pero mira cómo sigo adelante yo solita! ¿No te parece que ya va siendo hora?”.
Pero el reloj de mi padre sólo servía para saber cuándo salir de la casa y llegar puntual al trabajo. A veces salía una hora antes, cuando sólo necesitaba media hora para llegar a la oficina. En ocasiones, me provocaba gritarle: “¿Qué importa que llegues cinco minutos tarde? ¡Has algo irresponsable por primera vez en tu vida, así sea en menor grado!”. Pero cada vez que lo veía allí parado, bien vestido y arregladito, y despidiéndose dulcemente de mamá... Bueno, mi corazón no podía evitar derretirse de ternura.
El hecho de que mamá me contara sus inquietudes, me hacía sentir plena: ella confiaba en mí y en mi criterio cuando me preguntaba “¿Qué crees que debería hacer?”. Pero en múltiples ocasiones, su chismerrío me agotaba de sobremanera. Tanto, que a veces me inventaba alguna excusa para escaparle un poco.
El verdadero conflicto comenzó luego de graduarme del colegio. A mis dieciócho años, no tenía idea de lo que quería hacer con mi vida. Le dije a mis padres que no quería estudiar ninguna carrera. Su cara de descepción me dolió en el fondo del alma, pero “hicieron” que comprendían mi situación. Mamá me dijo que era demasiado lista como para saber en qué ocuparme. Era una mentira, pero el consuelo perfecto para ella. Papá me exigió de manera un tanto cariñosa (es decir, con dificultad), que si no quería estudiar, que trabajase. Me pareció justo.
Aunque desfilé por al menos una docena de empleos menores diferentes. Mamá decía que la razón se debía a que yo era muy inquieta. Yo pensaba que la razón era que todo aquello me fastidiaba profundamente.
Con veintitantos años, nuestras diferencias han ido en un profundo “crescendo”. Al principio, eran simples discusiones de dos pensamientos distintos. Pero con el tiempo, era evidente que un perro y un gato eran los mejores amigos comparados con nosotros.
Era como si todo lo que yo era le molestara: mi deseo ferviente de proteger el ambiente, mi desprecio por las ideas políticas y las leyes civiles, mi falta de vocación...
Yo me aguantaba lo más posible. Primero, porque no tenía adónde ir: aquel era mi hogar. Segundo, por el amor fraternal: mi hermano Rolito, la posibilidad de partirle el corazón a mi madre si me iba, y el cariño que le tenía a mi padre, a pesar de todo. Entendía que le horrorizaba el cambio de su niña pequeña, que ya era una mujer. Pero ese entendimiento, poco a poco, se iba desvaneciendo.
Rolito es mi hermano menor, y aunque es adoptado, lo adoro con toda mi alma. Pero siempre me preocupó un poco su actitud apática ante ciertas cosas. Aunque él era el único a quien no le importaba mi forma de ser.
Mamá siempre buscaba defenderme ante papá cuando yo no estaba en el campo de visión. Porque cuando él y yo nos bombardeábamos el uno al otro, éramos los únicos en la zona de batalla. Y cuando papá no estaba, mamá me interceptaba y me pedía que no lo provocara y que intentara ser más comprensiva.
Mamá era como un intermediario que actuaba como sedante ente ambas partes: no podía elegir bando, y le dolía nuestra relación. Yo lo notaba en su mirada y en su tono de voz.
Luego de tanto buscar, logré encontrar mi verdadera pasión: la música. Todas esas armonías, ritmos y acordes hacían vibrar mi espíritu y mi cuerpo de un modo que ninguna otra disciplina había logrado. Otro disgusto familiar. Al menos mamá se conformó con que estudiara algo. Pero papá se ocupó de dejar en claro de mil maneras distintas mi precario futuro lleno de miseria y poco éxito. Gracias por el aliento, papá.
Cuando conocí a Ricardo, sentí que había encontrado a mi compañero de vida. Éramos muy parecidos, y nos gustaban las mismas cosas. También le apasionaba la música, y tocaba el género Grunge con su grupo. Algo que apenas estaba surgiendo, pero que parecía prometedor.
No recuerdo qué fue lo que pasó exactamente, y tampoco cómo. Siempre, el amor que le tenía a mi padre era más fuerte que los disgustos que nos dábamos entre nosotros. Pero al parecer, ese amor ya no fue suficiente ante un hecho determinado. Tenía que huir de esa dictadura. Y me fui de la casa.
Ricardo y yo vivimos juntos en un pequeño piso que pagamos entre los dos. Yo continué estudiando música, y cada día iba aprendiendo más y afianzando mi pasión de la vida.
Estaba al tanto que mi huida le fue indiferente a mi papá, y eso me dolió en el alma; era definitivo, ya no era más su adorada niña pequeña. Ahora era una Castilla rebelde, fuera de las leyes de la familia. Una especie de desertora.
Efectivamente, le rompí el corazón a mi mamá con mi ida. Por ello, voy a visitarla siempre que puedo a la casa, por las tardes. Charlamos bastante. Yo le cuento mis cosas, y ella a mi las suyas, hasta los chismes. Pero ya no me invento ninguna excusa para no oírla: el simplemente estar con ella me llena, y consuela la tristeza de todo el tiempo que no estoy en la casa.
Me siento en la obligación de ayudar un poco con el hogar, de cualquier manera. Todavía hay un menor en la casa, y papá aún no ha recibido un aumento después de tantos años (cosa que, más tarde, mamá me aclaró que nunca quiso pedirlo, el muy orgulloso). Por ello, siempre llevo algo: un poco de verdura, algo de pan, un dulce para Rolito,...
Siempre intento irme antes de que papá llegue del trabajo. No quiero encontrármelo, por el hecho de no querer iniciar una discusión.
Lo extraño, y lo quiero mucho. Pero, aunque yo sea su hija y tenga ciertos rasgos de él, no pensamos igual, y nuestras creencias chocan. Supongo que ya llegamos al punto donde no podamos ponernos de acuerdo en nada. Y con ello, nuestra relación padre e hija se pierde en una imposible reconciliación."
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